Los copos de nieve imponen una magia especial. Es increible, pero ayer lo único que hacía era mirar cada 5 minutos cuánta nieve caía, que tan grandes eran los copos que venían del cielo y cuánto se acumulaba sobre los techos de los autos, en las plantas del patio y sobre el tejado. Mis hijos hacían lo mismo. Sacábamos fotos. Las descargábamos. Las mirábamos. Bajábamos a la vereda. Y volvíamos a sacar fotos. Y volvíamos a repetir la rutina cada 5 o 10 minutos. Cada vez eran más grandes los copos. Los probé y eran más increíbles todavía. Hacíamos muñecos sobre los techos de los coches. Mis hijos extendían las manos como cuando la descubrieron por primera vez en la precordillera y después ascendimos hasta el túnel internacional que da paso a Chile. Caía una tormenta increíble y con la gordita corrimos hasta una iglesia para refugiarnos del frío. Su risa era enorme. Mi jeta era un dibujo jocoso.
Por eso ayer pasó lo mismo. Les pasó a todos. O a muchos. Se dibujaban muecas incrédulas sobre los rostros. La calle era una fiesta. En el noticiero mostraban cómo los chicos, los grandes, sin distinción, hacían de un evento natural un festín.
Un poquito de miedo me dio después. Porque me pregunto si tendrá que ver con el cambio climático. Y aunque hace 89 años pasó lo mismo en la Ciudad de Buenos Aires, digo si esto se repetirá. Si lo que hoy es un disfrute de imágenes se transformará en un paisaje habitual de cada invierno. Lo que nos esperará para el verano. O para más adelante aún. Si quienes no tienen un refugio deberán enfrentar más azotes de un clima que cambia quizá por nuestro poco respeto a la naturaleza. Y hasta parece increíble y contradictorio, porque un evento natural nos sorprende pero nos refugiamos en ciudades de cemento que hacen oda a la tecnología.
Mirá si tuviéramos cascadas también para zambullirnos. Mirá si las calles fueran barrancas. Y nos trepáramos a los árboles e hiciéramos batallas de barro. Pies en las zanjas. Saltamontes en los hormigueros. Como mi infancia en San Pedro. Cuando perseguía a los pollitos y mi abuelo me hacía escuchar cómo hablaban las hormigas, en un efecto con papeles de celofán. Como en 1918 con Plaza de Mayo y el Congreso abarrotados de copos.
Eso trajo la nieve en mi cabeza mientras la veía caer por la ventana y las hojas del romero, el tomillo y el laurel se teñían de blanco.
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